Domingo 13 del Tiempo ordinario

1ª LECTURA (Sap 1,13-15; 2, 23-25) Lectura del libro de la Sabiduría.

 

No fue Dios quien hizo la muerte, ni se goza con el exterminio de los vivientes. Pues todo lo creó para que perdurase, y saludables son las criaturas del mundo; no hay en ellas veneno exterminador, ni el imperio del abismo reina sobre la tierra. Porque la justicia es inmortal, pero la injusticia atrae la muerte. Porque Dios creó al hombre para la incorrupción y lo hizo a imagen de su propio ser. Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen.

 

SALMO RESPONSORIAL (Sal 30)

 

Yo te ensalzo, Señor, porque me has liberado, porque no has dejado que se rían de mí mis enemigos. Señor, tú me libraste de la muerte, me sacaste de los que bajan a la tumba. Cantad al Señor, fieles del Señor, alabad su nombre santo; su cólera dura sólo un instante y toda la vida su favor; si al atardecer comienza el llanto, al amanecer emerge la alegría. Escúchame, Señor, y ten piedad de mí; socórreme, Señor. Tú has cambiado mi luto en alegría, me has trocado el sayal en un traje de fiesta, para que mi corazón te cante sin cesar; Señor, Dios mío, te estaré eternamente agradecido.

 

2ª LECTURA ( 2Cor 8,7-9.13-15) Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a los Corintios.

 

Hermanos: sobresalís en todo: en fe, en elocuencia, en ciencia, en vuestra preocupación por todo y en vuestro amor para conmigo; sobresalid también en esta obra de caridad. Esto no es una orden; os hablo de la buena disposición de otros para poner a prueba la sinceridad de vuestro amor. Vosotros ya conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual siendo rico se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. No se trata de que vosotros paséis estrecheces para que otros vivan holgadamente se trata de que haya igualdad para todos. Por eso, ahora vuestra abundancia debe socorrer su pobreza, y un día su abundancia socorrerá vuestra pobreza. Y así reinará la igualdad, como dice la Escritura: Al que tenía mucho no le sobraba y al que tenía poco no le faltaba.

 

EVANGELIO (Mc 5, 21-43) Lectura del Santo Evangelio según San Marcos.

 

En aquel tiempo, cuando Jesús regresó en barca a la otra orilla, se reunió con él mucha gente, y se quedó junto al lago. Llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y, al ver a Jesús, se echó a sus pies rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a poner tus manos sobre ella para que se cure y viva». Jesús fue con él. Lo seguía mucha gente, que lo apretujaba. Y una mujer que padecía hemorragias desde hacía doce años, que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado toda su fortuna sin obtener ninguna mejoría, e incluso había empeorado, al oír hablar de Jesús, se acercó a él por detrás entre la gente y le tocó el manto, pues se decía: «Con sólo tocar sus vestidos, me curo». Inmediatamente, la fuente de las hemorragias se secó y sintió que su cuerpo estaba curado de la enfermedad. Jesús, al sentir que había salido de él aquella fuerza, se volvió a la gente y dijo: «¿Quién me ha tocado?». Sus discípulos le contestaron: «Ves que la multitud te apretuja, ¿y dices que quién te ha tocado?». Él seguía mirando alrededor para ver a la que lo había hecho. Entonces la mujer, que sabía lo que había ocurrido en ella, se acercó asustada y temblorosa, se postró ante Jesús y le dijo toda la verdad. Él dijo a la mujer: «Hija, tu fe te ha curado; vete en paz, libre ya de tu enfermedad».Todavía estaba hablando, cuando llegaron algunos de casa del jefe de la sinagoga diciendo: «Tu hija ha muerto. No molestes ya al maestro». Pero Jesús, sin hacer caso de ellos, dijo al jefe de la sinagoga: «No tengas miedo; tú ten fe, y basta». Y no dejó que le acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Al llegar a la casa del jefe de la sinagoga, Jesús vio el alboroto y a la gente que no dejaba de llorar y gritar. Entró y dijo: «¿Por qué lloráis y alborotáis así? La niña no está muerta, está dormida». Y se reían de él. Jesús echó a todos fuera; se quedó sólo con los padres de la niña y los que habían ido con él, y entró donde estaba la niña. La agarró de la mano y le dijo: «Talitha kumi», que significa: «Muchacha, yo te digo: ¡Levántate!». Inmediatamente la niña se levantó y echó a andar, pues tenía doce años. La gente se quedó asombrada. Y Jesús les recomendó vivamente que nadie se enterara. Luego mandó que diesen de comer a la niña. 

 

 

Poder vivir para siempre, plácidamente y sin sufrir, es un deseo muy humano. ¿Quién no lo querría para considerarse feliz? Sin embargo, la enfermedad y la muerte son parte de la condición humana y no podemos escapar de ellas. Justo ahora que empezamos a gozar de las delicias del verano, ¿hemos de hablar de esto?, ¿no sería mejor dejarlo para otra ocasión? Y es que también nosotros nos hemos contagiado de una mentalidad propia de nuestra época que considera tabú todo lo que se refiere al sufrimiento y a su consecuencia más extrema, la muerte; como no podemos eliminarlo, procuramos disimularlo lo más posible. Vale la pena pensar que la vida de la fe se realiza en todos los niveles y, por tanto, como cristianos, el Evangelio nos pide una respuesta también en este campo. Al hacerse hombre, Jesucristo asume los aspectos que podemos llamar “feos” de nuestra vida. Debemos evitar dejarnos llevar por una manera de pensar simplista y profundizar en el sentido del sufrimiento humano para poder aceptarlo como parte integrante de la vida y así poderlo superar al como Dios lo quiere, y también para ayudar a aquellos que sufren sus consecuencias.  

La enfermedad y la muerte nos abren los ojos a nuestra limitación y nos hacen conscientes de nuestra pequeñez, de que debemos aceptar depender de otros y procurar ser más humildes. La muerte pone ante nuestra consideración que nadie es dueño absoluto de su vida, que ésta es muy frágil y que nos ha sido dada como un regalo por Dios, que no ha creado la muerte ni se complace en nuestros sufrimientos. Dios ha creado al ser humano para la vida y ha puesto en él un deseo de inmortalidad. Pero el pecado ha introducido estas tristes realidades en nuestra vida. El dolor y la muerte, tal como los experimentamos, son consecuencia del pecado de la humanidad y de nuestras propias faltas. Eso no quiere decir que cada enfermedad o cada defunción sean un castigo, pero sí que hay una relación radical entre estas realidades y el pecado. Si no, decidme, mientras reflexionamos sobre algunos ejemplos concretos: el hecho de que muchas personas vivan en la miseria y vayan muriendo de hambre o de enfermedades, ¿no es consecuencia del grave pecado de injusticia social a nivel mundial, un pecado en el que todos estamos implicados? El hecho de que mucha gente muera de accidente, ¿no se debe a menudo a las imprudencias de aquellos a los que parece que les importe poco el quinto mandamiento y ponen en peligro su vida y la de los demás? O incluso, muchas enfermedades, ¿no tendrían remedio si lleváramos un estilo de vida más sano y coherente?, ¿si no hubiera tanta contaminación o procurásemos renunciar a todo lo que es superfluo? Cuando nos apartamos de la voluntad de Dios nos creamos el castigo para nosotros mismos y para el prójimo. La voluntad y el designio de Dios es que seamos felices y participemos de la vida; si desobedecemos las  voluntad divina y nos apartamos de ella, ¿qué encontraremos? La respuesta cristiana al sufrimiento tiene que ser generosa, tal como nos lo ha enseñado Jesucristo con su ejemplo. Él quiere el bien de todos, y por eso cura a aquella mujer y devuelve la vida a la hija del jefe de la sinagoga. Jesús no tiene prejuicios: el contacto con una mujer que padecía hemorragias podía dejarlo impuro, pero Él prefiere hacer feliz y liberar a una mujer que va perdiendo la vida que seguir los convencionalismos de unas normas que se vuelven inhumanas, y por eso se deja tocar la ropa. Jesús hace caso omiso de las burlas de quienes se ríen en medio del dolor porque ha dicho que la niña no está muerta, sino que duerme. En la lucha contra el mal y la muerte, lo que importa es la decisión y saber actuar sin dejarnos llevar por respetos humanos y por el miedo a perder la fama, la consideración social e incluso la misma vida. La lección de Jesús es obvia: los cristianos debemos acercarnos a los enfermos y a los que sufren, porque Jesús también lo hacía y porque en ellos se encarna y se hace presente Cristo sufriente, a quien nosotros amamos y servimos. A veces no sabremos qué decir para confortar y consolar a los que sufren, pero nuestra presencia y nuestra oración les ayudará mucho, porque se sentirán amados. En este contexto, valoremos la labor de los médicos, del personal sanitario y también de los visitadores de enfermos, que les dan la atención necesaria.

Para poder acoger a los enfermos y sentirnos acogidos por Jesucristo, ya que nosotros también somos enfermos, debemos tener fe. Es la actitud del jefe de la sinagoga, que confía en el poder salvador de Jesús a favor de su hija, y es la postura de aquella mujer que, después de haberlo probado todo, confía en que Jesús podrá curarla. Él sigue diciéndonos: «Tened fe y no tengáis miedo. Por muy grande que parezca el mal que envuelve nuestra vida y que nos amenaza, Jesucristo tiene mucho poder para liberarnos, porque Él nos conoce, nos ama y ha muerto y resucitado por nosotros para que tengamos vida eterna.

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