Domingo 10 del Tiempo Ordinario

Lectura del libro del Génesis (3,9-15)

Cuando Adán comió del árbol, el Señor Dios lo llamó y le dijo: «¿Dónde estás?». Él contestó: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». El Señor Dios le replicó: «¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?». Adán respondió: «La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí». El Señor Dios dijo a la mujer: «¿Qué has hecho?». La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí». El Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón».

Salmo responsorial [Sal 129, 1b-2.3-4 5-7ab.7cd-8 (R.:7cd)]

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica. 

R.Del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa.  

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes temor. R. 

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora. R

Porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos. R.

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (2Cor 4, 13-5, 1)

Hermanos: Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: «Creí, por eso hablé», también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él. Pues todo esto es para vuestro bien, a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios. Por eso, no nos acobardamos, sino que, aun cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día. Pues la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria, ya que no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno. Porque sabemos que, si se destruye esta nuestra morada terrena, tenemos un sólido edificio que viene de Dios, una morada que no ha sido construida por manos humanas, es eterna y está en los cielos.

Lectura del santo Evangelio según san Marcos (3, 20-35)

En aquel tiempo, Jesús llegó a casa con sus discípulos y de nuevo se juntó tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo. Porque se decía que estaba fuera de sí. Y los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: «Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios». Él los invitó a acercarse y les hablaba en parábolas: «¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa. En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre». Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo. Llegan su madre y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Él les pregunta: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre».

 

 

En ocasiones, la lucha de Jesús contra el mal provoca escenas patéticas, como la que acabamos de ver en el fragmento evangélico de hoy. A pesar de verse rodeado de tanta gente que no le da tiempo ni de comer, Jesús, en realidad, está solo: sus familiares no le entienden y dicen que se ha vuelto loco; los doctores de la ley llegan a afirmar que obra milagros gracias a un poder diabólico; y de los discípulos no se dice nada, pero por otros pasajes del Evangelio sabemos que no siempre supieron comprender sus enseñanzas. Así, Jesús, se ve desacreditado por unos y otros. Cuando te veas solo en más de una ocasión, cuando tus esfuerzos no sean comprendidos y alguien te critique, piensa en esta experiencia dolorosa de Jesús. Que los doctores de la ley y los fariseos hablen mal de él y lo acusen, Jesús lo esperaba, porque al fin y al cabo son sus oponentes. Lo que le resulta más punzante es que sus mismos parientes no crean en Él. Ser criticado y perseguido por adversarios y enemigos es más tolerable que verte criticado e incomprendido por tu gente, por aquellos con quienes compartes un ideal, la fe o el parentesco. La circunstancia de este rechazo dio pie a que Jesús hablara sobre el pecado contra el Espíritu Santo, horrible blasfemia que no puede ser perdonada ni en este mundo ni en el otro mientras persista la falta. ¿En qué consiste, pues, este pecado? Principalmente en el hecho de no creer y de no aceptar a Jesucristo. Los doctores de la ley manifestaban su incredulidad afirmando que Jesús estaba poseído por un espíritu maligno y que, por eso, su enseñanza no venía de Dios. Loco para unos y endemoniado para otros, así veían a Jesús algunos de sus contemporáneos, ciegos por sus prejuicios. Actualmente, el pecado contra el Espíritu Santo o incredulidad pertinaz se manifiesta de tres modos:

El primero es la obstinación de no querer aceptar a Jesucristo. Todos los hechos y enseñanzas del Salvador están destinados a luchar contra el mal y a librarnos del pecado que no nos deja ser amigos de Dios; por eso, quien se niega a aceptarlo, se ve privado por su propia culpa del perdón que Dios quiere otorgarle generosamente y de la posibilidad de verse liberado. Dios no puede perdonar en contra de su voluntad a quien no quiere ser perdonado. Por eso, quien se cierra en banda al mensaje de Cristo, se corta el paso hacia la salvación. Dice san Francisco de Asís en su Cántico de las criaturas: «¡Ay de quien muera en pecado mortal!», es decir, obstinados en su alejamiento de Dios. Aún podríamos añadir nosotros: «¡Ay de quienes perseveren en su impenitencia hasta el final, porque ellos mismos eliminan toda esperanza!» No es que Dios no quiera salvarlos, son ellos los que no se dejan salvar.

El segundo es la presunción y el abuso del perdón de Dios. Es la actitud de quienes piensan que no importa la bondad o la maldad de las obras y de las personas, ya que, hagan lo que hagan, Dios –al ser tan bueno– les perdonará igualmente o, todavía peor, tiene la obligación de perdonarles. Abusan de la misericordia del Señor. No piensan que Dios, precisamente porque es bueno, no puede consentir el mal; no entienden que la bondad divina reclama del hombre una actitud responsable hacia el bien, no comprenden que Dios no tolera que vivamos alegremente en la indiferencia y en la irresponsabilidad, enfangados en el mal. Al no querer ver el alcance destructivo del mal en el mundo y el papel restaurador de la misericordia divina, éstos también se incapacitan para recibir el perdón auténtico. Aquí podríamos recordar aquella frase de san Agustín que debe hacernos pensar mucho a lo largo de la vida: «Aquél que te creó sin ti, no te salvará sin ti».

Y el tercero se caracteriza por la desconfianza y el escrúpulo, que son dos muestras de falta de fe. Hay quien piensa que el mal que ha cometido es tan grande que Dios no le perdonará ni le podrá perdonar nunca. Hay quien ve pecado en todas sus obras y en las obras de los demás. Pensar así es dar más valor al mal que nos amenaza que al bien con el que Dios nos ama y quiere hacernos felices. En esta desdichada desesperación cayó Judas Iscariote. Desconfiar del perdón y mantener una actitud semejante es romper el puente de misericordia que Jesucristo ha establecido entre Dios y los hombres y caer en el desánimo. Quien vive desesperanzado se incapacita para recibir el don del perdón. Podemos estar seguros de que, si no ponemos impedimentos por nuestra parte, no hay mal alguno que sea más poderoso que el bien de Dios; no hay situación humana alguna, por desesperada que parezca, que Dios no pueda salvar. Al fin y al cabo, por grande que sea, el pecado no deja de ser obra de una criatura, limitada y pequeña, ¿y eso qué es frente al poder inmenso e infinito del Creador? Gracias a Jesucristo, que nos ha manifestado el amor infinito de Dios, todo el mal que existe en el mundo tiene el mismo poder que tendría una gota de tinta negra al disolverse en el mar.

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