Domingo 5 de Cuaresma

Lectura de la profecía de Ezequiel (37,12-14)

Esto dice el Señor Dios: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestros sepulcros y os saque de ellos, pueblo mío, comprenderéis que soy el Señor. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestra tierra y comprenderéis que yo, el Señor, lo digo y lo hago —oráculo del Señor—».

Salmo responsorial [Sal 129, 1b-2.3-4.5-7ab.7cd-8 (R.:7cd)]

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica. 

Del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa 

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes temor. R. 

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora. R. 

Porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos. R.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8, 8-11)

Hermanos: Los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia. Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

Lectura del santo Evangelio según san Juan (11, 1-45) Versión larga

En aquel tiempo, había caído enfermo un cierto Lázaro, de Betania, la aldea de María y de Marta, su hermana. María era la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera; el enfermo era su hermano Lázaro. Las hermanas le mandaron recado a Jesús diciendo: «Señor, el que tú amas está enfermo». Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo se quedó todavía dos días donde estaba. Solo entonces dijo a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea». Los discípulos le replicaron: «Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y vas a volver de nuevo allí?». Jesús contestó: «¿No tiene el día doce horas? Si uno camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche tropieza, porque la luz no está en él». Dicho esto, añadió: «Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo». Entonces le dijeron sus discípulos: «Señor, si duerme, se salvará». Jesús se refería a su muerte; en cambio, ellos creyeron que hablaba del sueño natural. Entonces Jesús les replicó claramente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su encuentro». Entonces Tomás, apodado el mellizo, dijo a los demás discípulos: «Vamos también nosotros y muramos con él». Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos quince estadios; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Y dicho esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja: «El Maestro está ahí y te llama». Apenas lo oyó se levantó y salió adonde estaba él, porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su espíritu, se estremeció y preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?». Le contestaron: «Señor, ven a verlo». Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!». Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que este muriera?». Jesús, conmovido de nuevo en su interior, llegó a la tumba. Era una cavidad cubierta con una losa. Dijo Jesús: «Quitad la losa». Marta, la hermana del muerto, le dijo: «Señor, ya huele mal porque lleva cuatro días». Jesús le replicó: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; y sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, sal afuera». El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar». Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

Lectura del santo Evangelio según san Juan (11,3-7.17.20-27.33b-45) 

 

En aquel tiempo, había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. 

Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo». Al oírlo Jesús, dijo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba.

Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: «Volvamos de nuevo a Judea». Le dicen los discípulos: «Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?». Jesús respondió: «¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él». Dijo esto y añadió: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle». Le dijeron sus discípulos: «Señor, si duerme, se curará». Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él». Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con Él». 

Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá». Le dice Jesús: «Tu hermano resucitará». Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día». Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo». 

Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: «El Maestro está ahí y te llama». Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue donde Él. Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?». Le responden: «Señor, ven y lo verás». Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían: «Mirad cómo le quería». Pero algunos de ellos dijeron: «Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?». 

Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús: «Quitad la piedra». Le responde Marta, la hermana del muerto: «Señor, ya huele; es el cuarto día». Le dice Jesús: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?». Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado». Dicho esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!». Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: «Desatadlo y dejadle andar».

Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en Él.

 


La victoria de la vida sobre la muerte es el centro de atención de hoy. La muerte ha sido siempre un gran enigma para el ser humano. Podemos decir que después de los evangelios de la samaritana y del ciego de nacimiento, que escuchábamos los domingos anteriores, este último de Lázaro promueve nuestra esperanza a una altura inimaginable: aunque estemos muertos por nuestras culpas y pecados, es mucho mayor el poder del Señor que nos salvará. La liturgia de hoy nos prepara a vivir la Pasión del Señor Jesucristo. Jesús aparece en el episodio de la resurrección de Lázaro como aquél que tiene poder sobre la muerte. Él es verdaderamente la resurrección y la vida y lo demuestra con los hechos. Se cumplen así las palabras del mismo Juan en otra parte de su evangelio: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia». El Señor es amigo de la vida y no se complace con la muerte de nadie. Aquello que para el hombre es imposible, como dar vida a unos huesos secos o resucitar a un muerto, es posible para Dios, porque para Él nada hay imposible. La resurrección de Lázaro es el último signo que Jesús cumple antes de su Pasión. Para que el hombre tenga vida, para que sea derrotada la muerte, es preciso que Cristo ofrezca su vida, sufra la pasión, muera y resucite. Jesús, que camina decididamente hacia Jerusalén para cumplir con su misión, parece querer mirar la muerte anticipadamente en Betania y anunciar su derrota definitiva. Cristo ofrece aquí ya un signo y una prenda de la resurrección del último día al devolver la vida a Lázaro. Anuncia así su propia resurrección que, sin embargo, será de otro orden, pues Lázaro regresó a la vida presente para morir otra vez, pero Cristo resucitado, una vez que ha vencido a la muerte, ya no muere más, la muerte no tiene ningún poder sobre Él.

En la escena de Betania llama la atención la frecuencia con la que el evangelista muestra a Jesús conmovido. Recibe la noticia de que su amigo está enfermo. Jesús amaba a Lázaro y a sus hermanas. Al ver llorar a María y a los que la acompañaban Jesús se turba, solloza y se conmueve. Más tarde Jesús se echa a llorar y muestra su pesar ante la tumba. Vemos así la gran compasión del Señor, su rica sensibilidad, su humanidad profunda. Él es verdadero Dios y verdadero hombre que comparte solidariamente la suerte de los mortales. Él es el buen samaritano que al ver la desgracia del transeúnte se mueve a compasión, Él es el buen pastor que da la vida por sus ovejas. En Jesucristo comprendemos que Dios es amor; aquello que más consuela a las personas es sentirse amadas, eternamente amadas, y por eso, es preciso que el hombre vuelva su mirada a Cristo, que nos revela el amor del Padre. El pasaje de la resurrección de Lázaro muestra no sólo el poder de Cristo sobre la muerte sino que subraya algo más: que el creyente está unido a Jesús de tal modo que ni siquiera la muerte lo podrá separar del Señor; en otras palabras, el creyente no morirá para siempre. Esta enseñanza se manifiesta en la conversación entre Marta y Jesús. El resultado de la fe es la posesión de la vida eterna: «el que cree en mí no morirá para siempre». Se trata de una posesión que comienza ahora, no hay que esperar al último día para poseer ya en prenda la vida eterna.

El paso del tiempo deja sus huellas en la vida del hombre en su espíritu y en su cuerpo: a la infancia sucede la juventud y a ésta la edad madura y la vejez. Nuestro cuerpo sufre el deterioro que el tiempo ocasiona. La sensación de encaminarnos hacia el atardecer de la vida está presente en la existencia humana. En medio de la enfermedad y del dolor y de lo inevitable de la muerte hay alguien que nos ama con amor infinito. La persona que atraviesa por la prueba de la enfermedad puede sentir la seguridad de que Cristo la ama y la acompaña en este trance. En nuestras parroquias hay muchos enfermos que necesitan del amor de Dios. Renovemos nuestro espíritu para salir a su encuentro, pues Dios llama al hombre a participar de la vida divina, de su amor, y nosotros debemos ser los pregoneros de su llamada. No nos asuste la aparente indiferencia actual, el mundo sigue necesitando de Dios y de pregoneros de su amor. Es muy interesante aquel diálogo del Cura de Ars con el Señor: «Señor, ¿por qué me enviaste al mundo?» «Para salvarte, respondió el Señor». «Y, ¿por qué quieres que me salve? Y ésta fue la respuesta divina: «Porque te amo». Aquí está la clave de nuestra vida y de nuestra misión como cristianos: el amor que Dios nos tiene.

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