Domingo 26 del Tiempo ordinario

LECTURA DEL PROFETA AMÓS (AM 6, 1.4-7)

Así dice el Señor todopoderoso: «¡Ay de los que se fían de Sión y confían en el monte de Samaria! Os acostáis en lechos de marfil; arrellanados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José. Pues encabezarán la cuerda de cautivos y se acabará la orgía de los disolutos.»

SALMO RESPONSORIAL (SAL 145, 7. 8-9ª. 9BC-10 (R.:1B))

Él mantiene su fidelidad perpetuamente,
él hace justicia a los oprimidos,
él da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos. 

R. Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos. R.

Sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad. R.

 

LECTURA DE LA PRIMERA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A TIMOTEO (1TM 6, 11-16)

Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos. En presencia de Dios, que da la vida al universo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con tan noble profesión: te insisto en que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que en tiempo oportuno mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él honor e imperio eterno. Amén.

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS (LC 16, 19-31)

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males,: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros”. El rico insistió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.”» Abrahán le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen». El rico contestó: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto».

 

La Palabra que hoy nos dirige Dios nos exhorta a considerar las tremendas consecuencias de una vida relajada y frívola. En nuestro mundo no faltan personas con recursos materiales que se entregan a la molicie y el lujo, preocupadas por sacarle a la vida todo el jugo que ésta les pueda dar, mientras se olvidan del prójimo y sus necesidades. El profeta Amós, que vivió en una época de la historia de Israel de una gran bonanza económica que sólo beneficiaba a unos pocos y de una gran decadencia moral, nos presenta a los poderosos e influyentes apoltronados en sus divanes, bebiendo y cantando, sin preocuparse de un país que se iba a la ruina. En este contexto, Amós profetiza que irán al exilio y que pronto acabará el desenfreno que caracteriza su vida. La profecía se cumplió al cabo de treinta años, cuando los asirios conquistaron Samaria, deportaron a la población y acabaron con el reino de Israel; solamente Judá sobrevivió un siglo y medio más. Este acontecimiento tan triste y dramático será una de las muchas lecciones que da la historia sobre la ruina social y política que causa la decadencia moral. Nuestra época y nuestra sociedad, ¿sabrán aprovechar esta lección o repetirán la historia? Porque parece ser que la actual civilización del bienestar no lo acaba de entender.

            Pero hay una reflexión más importante: la vida que se encierra en los estrechos horizontes de los placeres terrenos es por sí misma negación de la fe, impiedad y ateísmo práctico con el consiguiente desinterés respecto a las necesidades de los demás; dicho brevemente: es el camino que lleva a la ruina en el tiempo y en la eternidad. Este aspecto está muy bien ilustrado en el Evangelio con la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. A simple vista, el pecado del rico Epulón parece consistir en su excesiva afición al lujo, a la buena mesa y a una vida regalada; pero, profundizando un poco más, podremos descubrir en él un desinterés absoluto hacia Dios y el prójimo. Todos sus pensamientos y preocupaciones se limitan a banquetear espléndidamente a diario, despreocupado totalmente del pobre Lázaro que yace desfallecido en su portal. Esta parábola es la antítesis de la del administrador astuto que escuchábamos el domingo pasado: mientras que el administrador, al verse en peligro, se da cuenta de la necesidad de hacer amigos y dedica tiempo y dinero a ganarse el afecto de los deudores de su amo, el rico no se da cuenta de nada, solamente vive centrado en sí mismo, no se interesa por el pobre y no ve que su propia vida peligra; para él está muy lejos la enseñanza de Jesús que escuchábamos hace unos domingos: «Invitad a los pobres que no os pueden corresponder. Haceos ricos ante Dios». En definitiva, el rico Epulón no tenía más dios que a si mismo.

            Morir igualó al rico y al pobre, pero lo que vino después no fue igual, como tampoco era igual lo que habían vivido antes. A Lázaro, los ángeles se lo llevaron al seno de Abraham, mientras que el rico fue sepultado y se hundió en los tormentos. Talis vita, finis ita, decían los clásicos: Así fue la vida, así fue el final. En el diálogo que sigue entre Epulón, abrasado por la sed, y Abraham se subraya la inexorable fijación del destino eterno, que se corresponde por otra parte con la posición que cada cual tome en la vida presente: quien crea en Dios y confíe en Él tendrá en el Señor el gozo y la vida eterna; quien sólo viva para buscar el placer y su provecho, como si Dios no existiera y olvidándose de los demás, quedará eternamente separado de Dios y del prójimo a quienes no ha amado. No pensemos, sin embargo, que esta historia es sólo una dialéctica ente los ricos y los pobres de aquel tiempo que Jesús usó para aleccionar a sus contemporáneos, sino que se trata también de un mensaje muy serio e importante para nosotros. ¿Os habéis fijado que Epulón le dice a Abraham que, dado que él ya no tiene remedio, al menos envíe a Lázaro para advertir a sus cinco hermanos? Pues bien, nosotros somos estos hermanos del rico Epulón, nosotros que somos advertidos y amonestados por la Palabra de Dios. A nosotros nos dirige Jesús su mensaje; cada domingo escuchamos a Moisés y a los profetas; cada domingo escuchamos y vemos a Jesucristo, resucitado de entre los muertos, ¿le hacemos caso? Ojalá escuchéis la voz del Señor, ¡no endurezcáis vuestros corazones.

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