Domingo 10 del Tiempo ordinario

 

Lectura del primer libro de los Reyes [17, 17-24]

 

En aquellos días, cayó enfermo el hijo de la señora de la casa. En enfermedad era tan grave que se quedó sin respiración. Entonces la mujer dijo a Elías: “¿Qué tienes tú que ver conmigo? ¿Has venido a mi casa para avivar el recuerdo de mis culpas y hacer morir a mi hijo?” Elías respondió: “Dame a tu hijo.” Y, tomándolo de su regazo, lo subió a la habitación donde él dormía y lo acostó en su cama. Luego invocó al Señor: “Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda la vas a castigar, haciendo morir a su hijo?” Después se echó tres veces sobre el niño, invocando al Señor: “Señor, Dios mío, que vuelva al niño la respiración.” El Señor escuchó la súplica de Elías: al niño le volvió la respiración y revivió. Elías tomó al niño, lo llevó al piso bajo y se lo entregó a su madre, diciendo: “Mira, tu hijo está vivo” Entonces la mujer dijo a Elías: “Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor en tu boca es verdad.”

 

 

Salmo responsorial (Sal 29, 2 y 4. 5-6. 11 y 12 a y 13b (R.:2 a)

 

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado 
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. 
Señor, sacaste mi vida del abismo, 
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. 

R. Te ensalzaré, Señor, porque me has librado. 

Tañed para el Señor, fieles suyos, 
dad gracias a su nombre santo; 
su cólera dura un instante; 
su bondad, de por vida; 
al atardecer nos visita el llanto; 
por la mañana, el júbilo. R. 

Escucha, Señor, y ten piedad de mí; señor, socórreme. 
Cambiaste mi luto en danzas. 
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.R.

 

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas [1, 11-19]

 

Os notifico, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí no es de origen humano; yo no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Habéis oído hablar de mi conducta pasada en el judaísmo: con qué saña perseguía a la Iglesia de Dios y la asolaba, y me señalaba en el judaísmo más que muchos de mi edad y de mi raza, como partidario fanático de las tradiciones de mis antepasados. Pero, cuando aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles, en seguida, sin consultar con hombres, sin subir a Jerusalén a ver a los apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, y después volví a Damasco. Más tarde, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas, y me quedé quince días con él. Pero no vi a ningún otro apóstol, excepto a Santiago, el pariente del Señor.

 

 

Lectura del santo evangelio según San Lucas [7, 11-17]

 

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: “No llores”. Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!” El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: “Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo”. La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.

 

 

¡Muchacho, levántate!

 

El episodio de la resurrección del hijo de la viuda de Naín nos muestra la atención de Jesús hacia las mujeres –marginadas por la sociedad de su tiempo, especialmente aquellas que eran viudas–, su cercanía misericordiosa a los que sufren y, sobre todo, su mensaje de vida. Hoy tenemos una buena ocasión de hablar del destino de vida que Dios ha preparado para la humanidad. ¿Cuál es nuestra consideración ante la muerte?, ¿pensamos en ella alguna vez?, ¿cuándo y cómo?

Para empezar, la muerte es un hecho serio que nos interroga. Las dos mujeres de hoy, la de Sarepta y la de Naín, lloran su dolor: la de Sarepta protesta contra Dios y su profeta, es todo un símbolo de nuestras actitudes ante la muerte. El Evangelio de Jesús no niega la muerte: pero le da su sentido y su respuesta desde el amor de Dios. Cristo sale al encuentro de la humanidad que sufre, se compadece del dolor de una madre, manda detenerse a los que llevan el féretro y llama de nuevo a la vida al joven muerto. Verdaderamente, en Jesucristo, Dios ha visitado a su pueblo y se ha acercado a nuestros males para remediarlos y a nuestros dolores para curarlos. La palabra de Jesús es humana –"no llores"– y divina a la vez –"joven, yo te lo digo, levántate"–. Es palabra eficaz que puede dar vida a los demás porque Él mismo ha vencido a la muerte: la Resurrección del Señor no es una vuelta pasajera a la vida, como lo será para el joven de Naín: Jesucristo, una vez resucitado, ya no muere más, la muerte ya no tiene ningún poder sobre Él.

El Señor se nos muestra como un Dios de amor, cercano a nuestra historia, y sobre todo como un Dios de vida. La respuesta de Dios al misterio de nuestra debilidad y de nuestra muerte es la vida: el destino que nos ha preparado, y que nos ha revelado en su Hijo Jesús, es la vida para siempre. Éste es nuestro futuro, aunque no sepamos explicarnos cómo sucederá ni podamos entender el misterio de la muerte, cuya seriedad no podemos ni debemos rehuir; por esta razón, nosotros no miramos a la muerte –la de nuestros seres queridos o la nuestra propia– como los que no tienen esperanza, sino con la serena confianza que nos da Jesucristo, que ha vencido en sí mismo y en nosotros a la muerte y nos ha abierto el camino de la vida. Ya desde el Bautismo hemos sido sumergidos en la muerte y en la resurrección de Jesús, y estamos llamados a la vida con Él.

El efecto de la Eucaristía que más veces se afirma en el Evangelio es la Vida: «El que come mi Carne y bebe mi Sangre... permanece en mí y yo en él; vivirá por mí... yo le resucitaré el último día» (Jn 6,56-57). Hoy, la invitación a la comunión nos pone de manifiesto esta relación entre Eucaristía y Vida: «Yo soy la resurrección y la vida –dice el Señor–, el que me come tendrá vida eterna». ¿Nos damos cuenta del gran tesoro que Dios ha puesto en nuestras manos? La Palabra de Dios nos llama hoy a vivir para siempre, a levantarnos y a ponernos en camino.

 

 

 

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